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Taylor Swift en Argentina: una experiencia tan íntima como inabarcable

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Son las cinco de la tarde y el sol pega en avenida Libertador. Los autos que habitualmente corren por esa traza hoy pasan más lento. En parte, porque la gran cantidad de gente que se arremolina cerca del estadio de River dificulta el tránsito, pero también porque los conductores se detienen a mirar cómo una multitud disfrazada canta, se ríe, se maquilla y baila. Faltan todavía cuatro horas para que comience el show pero sobra adrenalina. Fast Forward. Faltan apenas cinco minutos cuando -tras breves recitales de Louta y Sabrina Carpenter- se apagan todas las luces del Monumental y el reloj digital comienza la cuenta regresiva. Hay aplausos, gritos y olas humanas en las tribunas. Son las 20.45. Unas flores gigantes salen a escena, se escuchan los acordes de “Miss Americana” y sobre un escenario que se eleva en medio de la cancha aparece, entonces, ella.

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Taylor Swift es una gran artista y compositora. Es una estrella pop que les quita récords a Madonna, Los Beatles, Lady Gaga y Beyoncé. Es sinónimo de industria musical. Es un fenómeno cultural. Pero, sobre todo, Taylor Swift es una gran narradora de historias. Y eso pudo confirmarse en los tres shows -definitivamente no fueron “recitales”- que ofreció este fin de semana en la Argentina, todos con entradas agotadas.

En un inédito y ambicioso espectáculo multimedia, la artista estadounidense desgrana su vida personal en episodios musicales. Dado que es una verdadera fábrica de hits (escribe canciones desde los 12 años), bastaría con solo cantar algunos temas que todos saben (“Shake it off”, “Blank Space”, “Cruel Summer”, “Lover”, “I Knew You Were Trouble”, entre otros) para hacer delirar a los fanáticos y generar una fiesta en el estadio. Pero ella va mucho más allá.

No, lo que propone “The Eras Tour” no es un recital. Es un verdadero espectáculo donde se cuentan historias a través de la música, pero también a través de un despliegue increíble de escenografía, vestuario, iluminación, pantallas, pirotecnia y muchos otros elementos (las entradas eran costosas pero se puede ver dónde se invirtió el dinero). El estadio de River se siente una gran discoteca, donde todos bailan y corean los temas, pero también se siente teatro porque se suceden elaborados números musicales que parecen sacados de Broadway y, de a ratos, el Monumental se siente incluso como un circo lleno de sorpresas y fuegos artificiales.

Nubes, bicicletas, árboles, casas, monjes, oficinistas, amantes, bosques, infiernos. Es como si le preguntaran a una nena de siete años que sueña con ser artista qué le gustaría poner sobre el escenario y cada respuesta fuera aceptada con fuerza de ley. En “The Eras Tour” no alcanzan la vista para abarcar todo lo que está pasando porque pasan muchas cosas en simultáneo. Taylor juega sobre el escenario, en la pantalla, en su voz, en sus interacciones con el público. Juega todo el tiempo. Pero que nadie se equivoque: no hay nada infantil en la propuesta, la ejecución es absolutamente profesional. Nada es improvisado, salvo la emoción que Taylor siente cuando las voces de los fanáticos cubren la suya y debe pedir que suban el sonido para que su voz se escuche entre la muchedumbre que la idolatra.

El timing es perfecto. Como en las antiguas galas de los premios Oscars, se van intercalando números musicales y diálogos con el público. Hay luces que llegan hasta el cielo, que se pueden ver desde afuera aún a muchas cuadras de distancia. Hay fuegos artificiales cronometrados, que refuerzan algún coro en el “Karma” final. Hay llamaradas gigantes que calientan al espectador durante “Bad Blood”, incluso cuando se está muy lejos del escenario. Hay pantallas por todos lados que a veces muestran lo que Taylor está haciendo, pero otras exhiben imágenes que dialogan con lo que está ocurriendo, creando una narrativa atractiva y dinámica. Hay hasta aviones que cruzan sobre el estadio, algo que definitivamente no fue coordinado pero suma como espectáculo. Difícil resumir, difícil contar lo que sucede en “The Eras Tour”. Se siente inabarcable.

Y otro dato: al espectáculo sobre el escenario hay que sumarle el otro espectáculo, el de la gente. El mundo swiftie. Algunas asistentes llevan vestidos propios de cumpleaños de quince, otras eligen algún vestuario ajustado a una de las diez “eras” que atraviesa Swift con su música y que estructuran el megashow. Hay gente con estilo cowboy -botas y sombrero-, que recuerdan cuando Taylor era apenas una chica que cantaba country. Hay quienes se hicieron su propio outfit, indescriptible. Otros están vestidos como para el vip de un boliche. También están los rebeldes -muy pocos- de jean y remera, pero en general hasta ellos tienen puesta una camiseta de Taylor (en el merchandising oficial costaban unos 30 mil pesos, pero cerca de River las vendían desde 5 mil).

La gran mayoría de los swifties lleva pulseras artesanales en sus brazos, un ritual infantil actualizado a partir de un tema en donde Taylor las menciona. Son “pulseras de amistad” que los fans intercambian como excusa para conocerse, en particular la gente que se animó a ir sola. Abundan las adolescentes, pero también hay jóvenes y adultos (algunos adultos tienen alguna “excusa adolescente” al lado pero otros no). El fenómeno cruza generaciones, se vuelve comunidad.

Taylor habla en varios tramos del show y siempre parece que le estuviera hablando de manera personal a cada uno de los 70 mil espectadores que llenan el estadio. ¿Cómo puede hacerte sentir especial si formás parte de una muchedumbre? Carisma le sobra, pero también hay estrategia. Taylor dedica tiempo a agradecer a cada grupo dentro del Monumental. Se acuerda de los que están bien arriba, de quienes abundan en los laterales, incluso de los que se ubicaron en zonas de visión restringida, se emociona con el fervor de quienes se animaron al campo. Expresa su sorpresa ante quienes acamparon meses para verla cerca, se siente triste por los asistentes del viernes que, por la tormenta, debieron esperar hasta el domingo para poder verla. Habla como en confidencia. Se muestra humilde. Se siente cercana.

Taylor juega en escena y también durante el tour. Hace que todo el mundo esté pendiente de las “canciones sorpresa” -dos elegidas por show- para que, en una especie de Quini 6, todo el mundo esté atento al recital en el que está pero también tome nota de los que vinieron y los que vendrán. Si hasta hay competencias entre fans que fueron a shows en diferentes sedes y debates sobre quién se quedó con “las mejores” canciones.

Swift se divierte sobre el escenario. Nació para esto, como alguna vez ha confesado en sus temas. Llegó a la cima del mundo y parece disfrutarlo tanto como sus fans.

Pasaron quince minutos de la medianoche. Todas las luces del estadio están encendidas. Abunda el papel picado sobre el escenario y gran parte del campo. Se pueden ver sobre el cielo las marcas de los recientes fuegos artificiales. Lentamente, la gente comienza a retirarse, tan feliz como agotada, después de más de tres horas de concierto. Inmersos en una especie de limbo donde no existe tiempo ni lugar, deambulan con sonrisas mientras se dispersan hacia los cuatro puntos cardinales. El bajón pos concierto es fuerte pero en el ambiente no hay tristeza: Taylor Swift prometió que volverá.

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